por el Hermano Pablo
El niño, Josué Dennis, tenía apenas diez años de edad cuando ocurrió lo inesperado. Se perdió en
un dédalo de galerías interminables de una mina abandonada. Pero no fue cuestión de unos
momentos. Fueron cien horas. Cuatro días. Cuatro días de oscuridad casi total. Cuatro días sin
comer ni beber. Cuatro días sin ver a nadie. Cuatro días oyendo sólo el apagado rumor de una
corriente de agua en las entrañas de la tierra.
Josué iba con un grupo de compañeros que andaban de excursión, y parte del paseo incluía
explorar una mina abandonada. Quién sabe cómo, el niño se separó de su grupo y, en medio de la
oscuridad, no pudo encontrar la salida. Pero lo halló una patrulla de rescate. Estaba extenuado,
pero vivo.
«Recordé las palabras de mi madre —dijo Josué—. Ella decía: “Cuando te veas en alguna
dificultad, ora.” Y yo estuve orando a Dios todo el tiempo, pidiéndole que me vinieran a
rescatar.»
¿Tiene algún valor la oración? ¿Hay algún beneficio, o más aún, alguna validez en levantar
nuestra voz al cielo pidiendo de Dios su ayuda? Algunos han dicho que la oración no es más que
una actitud de último recurso que no vale ni el aliento que empleamos en expresarla. Y lo cierto
es que si nuestras oraciones, o nuestros rezos, no son más que clamores de angustia de último
momento, a fuerza de alguna emergencia, quizás entonces no tengan valor.
En cambio, si hemos establecido una relación personal con Dios, si Cristo es nuestro amigo
porque lo hemos recibido como el Señor de nuestra vida, y si sabemos con absoluta seguridad que
El nos oye, nuestra oración recibirá una respuesta divina.
Cualquiera puede pasar por períodos de tristeza y desaliento, de pobreza y abandono, de
enfermedad y dolor, porque estas son contingencias comunes de la vida humana. Pero el que tenga
fe en Dios, si ora con la confianza de un niño porque cree en El, podrá soportar toda situación
sin caer en la desesperación y sin renegar de Dios. La fe en Cristo será siempre una llama
encendida que nada puede apagar y que siempre disipa cualquier clase de sombras.
Si hacemos de Jesucristo el Señor y Salvador de nuestra vida, una luz se encenderá en nuestra
alma: la luz de la esperanza, la luz de la fe. Y con esa luz, o encontraremos la paz que Dios da
en medio del dolor, o encontraremos la salida de cualquier caverna adversa en la que estemos. No
nos alejemos de Dios. No perdamos la fe. Mantengamos viva la comunión con Cristo. El quiere ser
nuestro amigo.
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